«Se creía que era huérfano, dado que había llegado al pueblo de muy joven: con apenas seis años y sin ningún tipo de acompañante»
Un día, según me describieron, un cálido torsdag1 de inicios de primavera, un joven llamado Trud no salió a orar; o en otras palabras: faltó a su principal obligación como habitante de Solem Montoro.
«Gracias a su creciente desconexión y al también creciente hermetismo de sus gentes, la Gran Isla quedó prácticamente aislada de toda influencia ajena»
Con el paso de los años, y la perdición de gran parte de las dos últimas generaciones, muy poca gente —a excepción de los mismos marinos mercantes que comerciaban con Exsto Renascor— siguió conociendo la existencia de aquella insólita isla; pues se decía que solo aquellos que ya la hubieran pisado, embriagándose de la fragancia de su cautivadora vibración, podían seguir recordándola. Y ahora eran pocos, muy pocos, los antiguos vikingos escandinavos que no habían perecido en las últimas guerras en Inglaterra, al servicio del rey Harald Hardrade.
«Fueron solo tres siglos, pero de una intensidad y relevancia que cambiaron la historia de gran parte de los pueblos europeos»
Con el tiempo, también el mundo exterior fue cambiando… Algunos dirán que avanzaba, otros, que regresaba hacia sus oscuros orígenes; pero lo cierto es que la era vikinga ya declinaba y, sobre el año 1066 d. C., con la victoria de Guillermo el Conquistador en la Batalla de Hastings —empresa con que logró el trono de Inglaterra— y, posteriormente, el frustrado intento de Svend de Dinamarca, en el 1068 d. C., de usurparle dicho trono, la época de apogeo de los fieros y célebres vikingos se dio por concluida. Fueron solo tres siglos, pero de una intensidad y relevancia que cambiaron la historia de gran parte de los pueblos europeos.
«Fueron perdiendo contacto con la vieja Europa, olvidando sus orígenes hasta quedar aislados en ese mundo perfecto que no soportaba comparación con recuerdos pasados»
Los años fueron pasando, y desde la llegada de los clanes nórdicos, la Tierra de Dursgard había llorado numerosas veces; en realidad, lo seguía haciendo demasiado a menudo. Los visitantes se convirtieron en pobladores, y sus pueblos fueron creciendo, transformándose algunos en las ciudades antes mencionadas. Y al tiempo que se habituaban a aquella nueva existencia, las gentes extranjeras del Norte fueron evolucionando, de tal manera que muchos ya no parecían descendientes de la popular estirpe guerrera.
«Algunas de las regiones y núcleos habitados más conocidos entorno a la extensa isla o Tierra de Dursgard»
A pesar de los aciagos augurios de los desconfiados, hacia el 815 d. C. muchos pueblos y ciudades habían nacido y crecido, no sin, por supuesto, multitud de inesperados aprietos y gran sudor derramado. Pero había valido la pena tanto esfuerzo, ya que ahora sus habitantes gozaban de una salud y un bienestar sin precedentes entre las generaciones anteriores, un porvenir muy lejano al que ostentaban aquellos hermanos que habían decidido permanecer en las Tierras del Norte.
«Un par de décadas después, toda esa extensión de tierra ya pertenecía a diversas nuevas colonias normandas»
La convivencia entre ambas culturas se regía por la promesa de no abandonar la isla, para así mantener con ello el compromiso de no revelar dicha ubicación a nadie. Ya había pasado antes con los hallazgos de tierras tan hermosas como Snæland, Færeyjar y Hjaltland, que acabaron siendo invadidas por otros clanes que se adueñarían finalmente de ellas.
A pesar de dicha promesa, resultó inevitable que ninguna noticia llegara a sus lugares de procedencia. De un modo u otro, un par de décadas después, toda esa extensión de tierra ya pertenecía a diversas nuevas colonias normandas que, aun transgrediendo el acuerdo inicial, siguieron probando su admirable capacidad para convivir tolerando a sus antiguos moradores.
«Una tripulación de navegantes vikingos se adentró en las fieras Aguas del Norte, y encontraron una tierra que no aparecía en mapa alguno»
Hace más de cien décadas, en el año 795 d. C., justo cuando se emprendían las primeras incursiones a Escocia e Irlanda, una tripulación de navegantes vikingos se adentró en las fieras Aguas del Norte en busca de un horizonte más cálido que el lugar de donde provenían.
Pero no fueron las costas escocesas que tanto ansiaban avistar lo que encontraron, sino una tierra que no aparecía en mapa alguno. Un territorio de vastas extensiones, y aparentemente inexplorado, que albergaba sorpresas improbables para cualquier ser humano. Un hogar utópico que hoy en día estaría ubicado unas millas al suroeste de Islandia.
«Era durante estos largos y peligrosos viajes cuando esa estirpe sembraba el terror entre sus enemigos de la vieja Europa»
La fuerte complexión que habían heredado y la rudeza a la que se habituaron desde la misma cuna eran la evidente consecuencia de la crudeza y austeridad de sus territorios de procedencia. Y el ansia de saqueo y rapiña que los movía no era más que el efecto principal que derivaba de las complejidades de vivir en sus propias tierras, cuyas superficies constantemente nevadas y heladas impedían cualquier tipo de cultivo o conreo, dificultando la supervivencia de una forma que el resto de regiones meridionales ni siquiera podían imaginar.
A finales del siglo VIII después de Jesucristo, concretamente en el año 793, el mundo antiguo fue azotado por una amenaza y un desafío que nadie pudo haber imaginado antes. La vieja Europa descubriría el verdadero significado del terror.
Mientras que el antiguo continente se recuperaba de las enormes batallas que, durante siglos, habían enfrentado a diferentes razas y pueblos, un pequeño monasterio de la isla de Lindisfarne, al noroeste de Inglaterra, fue asaltado y saqueado.